LAS TRIPAS
Los políticos, con las excepciones que solo sirven para confirmar las reglas, tienen una muy peculiar y evidente forma de ser, de ver y de actuar que los hace diferentes de todos los otros mortales. Ellos, por efectos de una alteración que les es particular, tienen siempre hambre de poder. Son insaciables.
Ellos trabajan sin descanso para conseguir el poder y cuando al fin lo consiguen, poco importa que los medios hayan sido legítimos o ilegítimos, el hambre saciada se deforma; la necesidad se vuelve una obsesión enfermiza, aparece incontrolable la gula de la cual se vuelven unos prisioneros que, sin cadenas, hacen de su ombligo el centro del mundo.
Ellos convierten el abdomen, generalmente protuberante, en el altar personal. Es allí donde frotan con frecuencia sus manos, para demostrar que todo lo manejan, que todo lo pueden sobar y que todo lo poseen o lo pueden poseer. Las regurgitaciones intestinales son entonces vistas como una especie de fetiche que hace mucho ruido, aunque haya pocas nueces. A ellas se debe que muchas de las acciones de los políticos terminen oliendo mal.
La gula es uno de los siete pecados capitales. Ha sido un “placentero” pecado especialmente cuidado por los políticos. Es el pecado que a través de la historia nos ha dejado en la literatura y en las artes, algunas de las historias más fascinantes, pero más grotescas y más contradictorias. Hoy muchos creen que la gula aparentemente ha desaparecido del arsenal de los pecados que se pueden cometer, gracias a los nuevos conceptos dietéticos, a los azucares sin azúcar, a las grasas sin grasa y a las calorías frías. Pero eso no es verdad.
Los políticos han ido disminuyendo el tamaño del abdomen globuloso que los ha caracterizado siempre, pero no han podido disminuir la necesidad de comer hasta atragantarse. La gula que los caracteriza sigue intacta o se acrecienta impúdica y sin aspavientos a pesar de sus grotescas maneras.
El pensador que enumeró los siete pecados capitales dijo que la gula se manifestaba de las siguientes maneras: “Demasiado pronto, con demasiada delicadeza, a un precio demasiado alto, con demasiada voracidad, demasiado”. De allí que el glotón haya despertado siempre las más grandes repugnancias.
Al respecto dijo San Agustín: “No temo la inmundicia del manjar, sino la inmundicia del apetito“. La verdad casi ningún político se ha confesado a sí mismo sus verdaderos intereses, mucho menos puede esperar uno que haya leído Las Confesiones. Tampoco está entre sus preferencias la lectura de las meditaciones de Brillat-Savarin, en la “Fisiología del apetito”, en las cuales describe con precisión extraordinaria, entre otros, a los políticos, solo por la observación de sus extravagantes formas de comer, de su apetito sin control y de su gula insaciable.
Pero eso no importa mucho. Cada uno de ellos tiene el derecho protegido en nuestra Constitución de comer como le plazca, que la gula por grande que sea, no es típica, no es antijurídica y no es culposa, por lo que no constituye un delito, y si no lo es, entonces no hay pena que le corresponda, diferente a esa que les debería dar, pero no les da, cuando atragantados de poder, quieren que les sirvan más y más, pero ellos siguen hambrientos como si todo se lo tuvieran que tragar.
Hemos visto como sin vergüenza alguna y con menos asombro por supuesto, van saliendo los nombres de esos políticos a la palestra por sus relaciones directas o indirectas con el paramilitarismo, con el narcotráfico o con la guerrilla. Desde mandos muy altos nos dicen todos los días, que las relaciones familiares con capos del narcotráfico no tienen por qué ser impedimento alguno en el ejercicio de la política en Colombia. Y entonces tenemos en casi todos los niveles burocráticos de nuestro país, personas que llegan al poder y que tienen relación con alguno de ellos.
Los hay en el Palacio de Nariño, en dependencias centrales de alto rango, en gobernaciones y en alcaldías. Como si la memoria de Pablo Escobar Gaviria, Carlos Lehder Rivas, el Clan de los Ochoa y la de todos los capos de capos, los grandes protagonistas de esa historia de vergüenza que han sido en Colombia el narcotráfico y sus narcotraficantes, no fueran suficientemente vergonzosas para hacernos indignar cuando sus parientes acceden, alegando no tener nada que ver con ellos, a los puestos del poder.
Solo nos falta que tengamos como funcionarios públicos, chupetas, macacos, alacranes y etcétera. El régimen de inhabilidades e incompatibilidades para congresistas, debería extenderse a todos los funcionarios públicos, en un régimen que diga que no podrán ser políticos, ni burócratas, ni gobernarnos, quienes tengan vínculos por matrimonio, o unión permanente, o de parentesco en cualquier grado de consanguinidad , de afinidad, o civil, con personas que en cualquier época, hayan participado o pertenecido, bajo cualquier titulo, a un cartel de narcotráfico, a la insurgencia o al paramilitarismo. Tampoco podrán postularse como candidatos a elección de cargos para las corporaciones publicas, quienes estén vinculados entre sí, por matrimonio o unión permanente , o parentesco dentro de cualquier grado de consanguinidad, cualquiera de afinidad o cualquiera civil, con personas que tengan relación directa o indirecta con los narcotraficantes, los insurgentes o los paramilitares.
¿Qué tiene que ver todo esto con el titulo “Las tripas” de este artículo? Nada distinto a saber que Manizales eligió como burgomaestre a un hombre, en el que antes de su posesión, quedo demostrado, tiene tripas. Y aunque no parezca importante, tener tripas es fundamental en un país en el que la mayoría de los burócratas han demostrado no tenerlas, cuando son encargados por voto popular de la Administración Pública
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